
Por la mañana desaparecía, el bosque se ausentaba como si fuera un sueño extraño o el amante de la luna. De día yo añoraba el viento sacudiéndolo, lo añoraba todo: el misterio, la ventana, la gélida sensación de renacer cada noche y la visión lunar de aquel espectro oscuro que nos llamaba y pronunciaba nuestro nombre entre el ramaje tiritante.
Con el día volvía el olor a rosas y jazmín, el verde claro chillón de los jardines, las colas rutinarias en la calle. Nunca nadie hablaba de él. Quién sabe si por entonces todos dormían o si fingían no saber, aterrorizados por el caos vegetal que invadía de noche la ciudad perfecta.
¿Pero recuerdas? Esa noche nevó y en el bosque había una quietud de hielo. Sentí su violencia latir debajo de la nieve, su reclamo de deshielo. Ninguna otra noche se mostró tan estruendoso el follaje, me ensordecía el viento azotándolo y sentí como me sacudía el bosque. Se esparcieron en mi pelo hojas frescas y resina, y en la boca un sabor de noche contenida. Te besé. Y se tersó tu cuerpo como el musgo verde, se llenó por fin de savia y de alegría vegetal. ¿Recuerdas? la luna colgaba muda del enramado, su fulgor nos condujo a la espesura. El deseo estalló y se multiplicó en todos los árboles. Esa noche nevó. Dicen que desde entonces el bosque permaneció para siempre intacto en la ciudad, colmándola de exceso.
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