Quiero que pienses detenidamente en el bosque. Quiero que traigas a tu mente en blanco sus sombras afiladas, su espesor de noche, su resina traicionada. ¿Recuerdas como se veía desde tu ventana? Cada noche, a eso de la una, abrías de par en par los ventanales y dejabas entrar todo el frío que llegaba. La ciudad callaba, se despedía de su hedor a rosas y jazmín, de los parterres inmaculados y las calles milimétricas. Y llegaba lentamente, como si fuera un viejo aullido, su presencia. Primero sólo había una extraña oscuridad. Luego, repentinamente, se vislumbraban sombras, perfiles desdibujados, y aquí y allá contornos de algo que parecía un árbol. Abetos, pinos, hayas, robles, abedules… En la negrura de la noche iba viniendo muy despacio el bosque a visitarnos. Sabíamos que si lo mencionábamos estábamos perdidas, que teníamos que guardar en secreto nuestra sed de ver, las ganas de probar tan sólo un poco, unos segundos, la libertad salvaje que él nos anunciaba. A veces tú te desnudabas, porque decías que así notavas la savia subir desde tus pies y que te reverdecía. Te sentías verde, oscura y negra como él. A mí siempre me dio vergüenza que algún árbol se fijara en mi torso inexacto, así que permanecía expectante y silenciosa. En realidad quien me daba miedo eras tú.
Por la mañana desaparecía, el bosque se ausentaba como si fuera un sueño extraño o el amante de la luna. De día yo añoraba el viento sacudiéndolo, lo añoraba todo: el misterio, la ventana, la gélida sensación de renacer cada noche y la visión lunar de aquel espectro oscuro que nos llamaba y pronunciaba nuestro nombre entre el ramaje tiritante.
Con el día volvía el olor a rosas y jazmín, el verde claro chillón de los jardines, las colas rutinarias en la calle. Nunca nadie hablaba de él. Quién sabe si por entonces todos dormían o si fingían no saber, aterrorizados por el caos vegetal que invadía de noche la ciudad perfecta.
¿Pero recuerdas? Esa noche nevó y en el bosque había una quietud de hielo. Sentí su violencia latir debajo de la nieve, su reclamo de deshielo. Ninguna otra noche se mostró tan estruendoso el follaje, me ensordecía el viento azotándolo y sentí como me sacudía el bosque. Se esparcieron en mi pelo hojas frescas y resina, y en la boca un sabor de noche contenida. Te besé. Y se tersó tu cuerpo como el musgo verde, se llenó por fin de savia y de alegría vegetal. ¿Recuerdas? la luna colgaba muda del enramado, su fulgor nos condujo a la espesura. El deseo estalló y se multiplicó en todos los árboles. Esa noche nevó. Dicen que desde entonces el bosque permaneció para siempre intacto en la ciudad, colmándola de exceso.
Por la mañana desaparecía, el bosque se ausentaba como si fuera un sueño extraño o el amante de la luna. De día yo añoraba el viento sacudiéndolo, lo añoraba todo: el misterio, la ventana, la gélida sensación de renacer cada noche y la visión lunar de aquel espectro oscuro que nos llamaba y pronunciaba nuestro nombre entre el ramaje tiritante.
Con el día volvía el olor a rosas y jazmín, el verde claro chillón de los jardines, las colas rutinarias en la calle. Nunca nadie hablaba de él. Quién sabe si por entonces todos dormían o si fingían no saber, aterrorizados por el caos vegetal que invadía de noche la ciudad perfecta.
¿Pero recuerdas? Esa noche nevó y en el bosque había una quietud de hielo. Sentí su violencia latir debajo de la nieve, su reclamo de deshielo. Ninguna otra noche se mostró tan estruendoso el follaje, me ensordecía el viento azotándolo y sentí como me sacudía el bosque. Se esparcieron en mi pelo hojas frescas y resina, y en la boca un sabor de noche contenida. Te besé. Y se tersó tu cuerpo como el musgo verde, se llenó por fin de savia y de alegría vegetal. ¿Recuerdas? la luna colgaba muda del enramado, su fulgor nos condujo a la espesura. El deseo estalló y se multiplicó en todos los árboles. Esa noche nevó. Dicen que desde entonces el bosque permaneció para siempre intacto en la ciudad, colmándola de exceso.
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